Ira

Felipe VI, la Transición simulada

 “La soberanía nacional reside en el pueblo español del que emanan los poderes del Estado, salvo cuando el propio Estado decide por el pueblo español para favorecer la oligarquía instalada en la sociedad y en la clase política desde la época franquista”. De esta manera sancionaba Felipe VI ante las Cortes la primera reforma constitucional de su reinado y se inauguraba oficialmente la época de la Transición de un orden constitucional a la Dictadura sin ambages.

 

Le debemos a la herencia franquista el sentimiento de inferioridad y la minoría de edad mental que nos atribuyen los oligarcas. Hemos presenciado una intensa campaña orquestada desde los medios de comunicación que nos advertía que Felipe VI era, tras Juan Carlos I, lo mejor que nos podía pasar. Especulando, aún sin saber, que una República es considerablemente más cara y organizativamente más caótica que la Monarquía de Felipe VI, han instalado el orgullo patrio en el centro de las tertulias y en el día a día con aquello de “al Rey le debemos la Democracia”. Y a pesar de que según la encuesta de Sigma Dos para el diario El Mundo casi la mitad de los encuestados se declaraba antimonárquico este año, la otra mitad se arrodillaba ante el cambio de ficha de la oligarquía antes de que el peso social vuelque a la Izquierda. ¿Dónde está la fractura mental? El desarrollo económico de los años 80 y 90 creó la clase media, pero olvidó sus orígenes en un sistema político que destacó por los mayores avances sociales: la cultura y la igualdad. La República de 1931 se puso como objetivos la instrucción de miles de hombres y mujeres  para convertirlos en ciudadanos; solo en esos años se construyeron más de 7000 escuelas y se invirtieron unos 20 millones de pesetas en la alfabetización de una población que comía de la tierra y firmaba con el dedo. Convirtió a la mujer en ciudadana instaurando el matrimonio laico, lejos del epicentro del hombre y del hogar, le otorgó ayudas a la maternidad y le proporcionó el divorcio; la alejó así de la hegemonía de la Iglesia que ensalzaba a las mujeres tuteladas por sus maridos. El fundamentalismo masculino, perpetuado desde que la Guerra Civil truncó el proyecto legitimado en las urnas, perduró los cuarenta años de dictadura franquista y se solidificó en la Transición con el anquilosamiento de los privilegios ancestrales, canalizados por  la clase política. El súbdito que agradecía un orden social y un sistema político como el de la Dictadura es el mismo que reverencia determinados estamentos sociales como la Iglesia o la Monarquía de Felipe VI; ninguna de las dos está por la labor de crear ciudadanos, sino vasallos que adoren a sus superiores en rango. Sin una clase media ilustrada, Felipe VI será la reminiscencia de ese pasado gracias a esas promociones de patriotas, parados y creyentes, fruto de un modelo de enseñanza que les expulsó de la élite por minoritario y clerical. Jamás la libertad de pensamiento fue la moneda de cambio de la instrucción católica, más bien al contrario: el oscurantismo de las ideas conservadoras ha sido lo que ha aplastado cualquier conato de estimulación intelectual. Hasta tal punto que, cuando Francisco Giner de los Ríos fundó a finales del siglo XIX  la Institución Libre de Enseñanza y Alfonso XIII la quiso visitar, le contestó: “la Institución tiene dos puertas y cuando su majestad nos haga el honor de llamar a una de ellas, yo saldré por la otra”.

 

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